7 de abril de 2011

El tiempo


El aire fresco de la mañana  me golpea despertándome definitivamente de un dulce letargo. Le pediría más tiempo al tiempo, y al recapacitar sobre ello, añoro esa pequeña concesión que me ha dado Saturno, teñida de un leve aroma a azahar.
A veces, sólo a veces, la mente viaja a mayor velocidad que el tiempo y divaga en la sinrazón de un segundero de perfecto compás. Abogo por un por qué, un cómo y un cuándo, y mis interpretaciones empiezan a deslizarse entre mis dedos con la sensación de acariciar una tela de seda, o una piel tersa y oleosa. El tiempo entonces se torna mujer y ansío formar parte de ella, mesando sus cabellos con sutileza, acariciando su rítimca piel, perfilando su cíclico cuerpo con la yema de mis dedos, con la firme intención de detener todas sus funciones, de atrasarla para volverla a acelerar a mi antojo, para jugar con su tránsito imperturbable, tornando el día noche y la luz en sombra, emborronando el cielo del raciocinio,  durmiendo en la prisa, sesteando en su inexorable carrera, de forma que logre obnubilar a Cronos, y que éste, exhausto a la par que satisfecho,  conceda al tiempo, un dulce letargo.